19 de julio de 2340
Hace 310 años mi rostro exponía
sus rasgos indígenas con una reluciente tonalidad morena. Nariz redonda,
levemente abultada en las fosas nasales. Ojos pequeños coronados por unas cejas
de espeso negror, mientras que las mejillas sobresalientes solían absorber todo
el sol de la mañana. Y la frente mostrando ese fruncido que he heredado de
todas las mujeres de mi familia materna y, que parece, es lo único que
conservo. Me miro en este autorretrato y no me reconozco. Me extraño de la
Anaís humana, también me nostalgio. Basta con que llegue otra fecha de mi
cumpleaños para despertar con la certeza de que el tiempo es una línea que me
transita con serena indulgencia. Entonces busco el autorretrato para no
olvidarme, para recordar cómo era antes de la transformación.
Guardo con detalle aquellos días
en los que me ofrecí para el experimento. Deseosa de inmortalidad me cedí.
Ahora mi cuerpo palpita gracias a la regeneración celular que se autopractica
con constancia sistemática. Palpita y cambia de forma cuando quiere, se dirige
a sí mismo y yo sólo lo habito, soy la voz.
Desde hace décadas supe que la
inmortalidad no es quedarse intacto en una edad, es revivir infinitamente el
tiempo cíclico del ser humano con toda su propensión a lo errático y caótico.
El futuro no ha sido muy original, todo parece moverse bajo las mismas leyes. Por
ello, nada me sorprende y no hay espacio para arrepentimientos, resignaciones,
culpas y esperanzas.
Y es que yo Anaís, yo mutante, me
celebro con natural tristeza. Inauguro este diario imaginario, esta biografía
eterna, me memorizo desde mi habitación subterránea acompañada por la intensa y
permanente música de máquinas en la que se ha convertido el mundo.