domingo, 13 de noviembre de 2011

Diario


 19 de julio de 2340
 
Hace 310 años mi rostro exponía sus rasgos indígenas con una reluciente tonalidad morena. Nariz redonda, levemente abultada en las fosas nasales. Ojos pequeños coronados por unas cejas de espeso negror, mientras que las mejillas sobresalientes solían absorber todo el sol de la mañana. Y la frente mostrando ese fruncido que he heredado de todas las mujeres de mi familia materna y, que parece, es lo único que conservo. Me miro en este autorretrato y no me reconozco. Me extraño de la Anaís humana, también me nostalgio. Basta con que llegue otra fecha de mi cumpleaños para despertar con la certeza de que el tiempo es una línea que me transita con serena indulgencia. Entonces busco el autorretrato para no olvidarme, para recordar cómo era antes de la transformación. 

Guardo con detalle aquellos días en los que me ofrecí para el experimento. Deseosa de inmortalidad me cedí. Ahora mi cuerpo palpita gracias a la regeneración celular que se autopractica con constancia sistemática. Palpita y cambia de forma cuando quiere, se dirige a sí mismo y yo sólo lo habito, soy la voz. 

Desde hace décadas supe que la inmortalidad no es quedarse intacto en una edad, es revivir infinitamente el tiempo cíclico del ser humano con toda su propensión a lo errático y caótico. El futuro no ha sido muy original, todo parece moverse bajo las mismas leyes. Por ello, nada me sorprende y no hay espacio para arrepentimientos, resignaciones, culpas y esperanzas. 

Y es que yo Anaís, yo mutante, me celebro con natural tristeza. Inauguro este diario imaginario, esta biografía eterna, me memorizo desde mi habitación subterránea acompañada por la intensa y permanente música de máquinas en la que se ha convertido el mundo.